Hoy, mientras estamos preparando nuevas historias que contar sobre los últimos días (o semanas), nos deleitamos con el paseo por Galicia de la mano de Silmar, a quien admiro inmensamente cuando me invita a leer un nuevo texto de su puño y letra. En esta ocasión, nos vamos de viaje literario hasta Vigo y Pontevedra, dos ciudades que espero conocer pronto.
– Sam
Vigo y Pontevedra, cercanas, fascinantes y contrastantes (I parte: Vigo)
Desde que Sam y Oscar empezaron a escribir esta espléndida bitácora que es 360 Leguas, me han estado machacando con que tengo la puerta abierta para echar los cuentos de mis recorridos que han sido pocos pero sabrositos e interesantes. Cada uno ha sido un descubrimiento y un aprendizaje; cada uno me ha dejado con la maravillosa impresión del encanto de cada rincón visitado y cada vez que se asoma la posibilidad de hacer la mochila, cargar el i20 de frutas, sandwiches, zumos y partir como nómadas hacia algún lugar, no puedo si no pensar y agradecer cuan afortunados somos.
En fin, esta vez cargamos nuestro vehículo de aperos, insumos y un gran termo de café, y aprovechando uno de esos puentes locos que se dan en Madrid, donde vivimos, decidimos partir hasta Vigo y Pontevedra al reencuentro de entrañables amigos y a conocer un poco de estas dos ciudades cercanas –a apenas 45 minutos una de la otra–, y contrastantes de Galicia, pero con un denominador común: Las Rías ese trocito de atlántico que las baña y les imprime un toque mágico.
Salimos de casa con la idea fija de evitar en lo posible el tránsito masivo de viajeros que huyen de la ciudad cada vez que hay un puente y qué mejor que una provisión de mapas, la guía Michelin, y todo aditivo necesario para trazar nuestro recorrido así que decidimos salir de Aranjuez y seguir parte de la Ruta de la Plata; por la provincia de Avila, bordear Salamanca y Zamora hasta entrar en territorio gallego.
Se vende o se alquila un país
Una vez pasamos Ávila paramos, para estirar las piernas y tomar un cafecito, en un pueblito llamado San Pedro del Arroyo, nos llamó la atención la cantidad de carteles de “Se vende” en las ventanas de los edificios –esta sería una constante durante todo nuestro recorrido– lo que nos hizo reflexionar, no sin tristeza, que estamos en un país en venta. El único movimiento que se veía por los alrededores era cuatro viejecillos discutiendo en el zaguán de uno de los edificios del pueblo.
Seguimos nuestro camino, el tiempo, absolutamente primaveral aunque las montañas de la sierra todavía vestían de novia.
Por la misma vía, y antes de pasar por Salamanca, el paisaje comenzó a llenarse de parches amarillos; los campos de colza salpicaban el verde aquí y allá regalándonos un bonito efecto visual así que pensé que, para sorpresa de muchos estas florecillas amarillas no sólo proliferan en la campiña inglesa :P.
Dejamos atrás Salamanca y sus dos catedrales, rumbo a Zamora; nuestro afán de explorar la región, a través de las carreteras secundarias, descubriendo los regalos que nos otorga el paisaje del país por dentro, no permitió que nos preocupáramos por no haber parado en esas bellas ciudades; lo dejaríamos para otro recorrido.
Y fue entonces cuando mi afición por las aves extrañas y consideradas feas se hizo presente una vez más (si de otros viajes me encantan los pelícanos en este las cigüeñas y las gaviotas tuvieron protagonismo), y al pasar por Pozuelo de Tábara una hermosa cigüeña nos dio la oportunidad de fotografiarla mientras preparaba su nido. En toda la ruta hacia el norte de la península es usual ver a estas maravillosas aves y sus enormes nidos en lo alto de las torres de las iglesias y en cualquier enclave elevado que se precie.
Después de la cigüeña, un poco más allá de Zamora, en el pueblito de Tábara, nos topamos con una pequeña pero hermosa iglesia medieval que nos obligó a parar para un photo-stop inevitable, además Sam nunca me perdonaría que pasara por alto un monumento de ese período histórico, así que, aunque no pudimos entrar, porque estaba cerrada, le hice unas cuantas fotografías y me prometí regresar en algún momento por supuesto con Oscar y Sam.
La iglesia en cuestión resultó uno de las paradas habituales de los peregrinos que transitan el Camino de Santiago, un cartel los recibe a la entrada del templo. (Foto cartel de bienvenida a peregrinos) Continuamos y, buscando la salida a la autopista, casi atropellamos a una cigüeña que se encontraba en medio de la carretera en uno de esos momentos únicos que después lamentas no haber podido fotografiar. Les debo la imagen.
Cuando nos acercábamos a Orense, dejamos atrás los campos de colza y comenzamos a deleitarnos con el espectáculo de los colores que salpicaban las montañas. Se acercaba la primavera, las flores pintaban los árboles y arbustos a nuestro alrededor de ocres, amarillos, blancos, violetas; que le conferían a las montañas un tono rosáceo en diferentes intensidades que, aunado a las también diferentes tonalidades de verdes circundantes, nos entregaron un maravilloso regalo para los ojos.
Vigo, bohemia y dinámica
Y llegamos a Vigo. Es justo repetir que el tiempo fue benevolente con nosotros durante los días que estuvimos en Galicia que fue a principios de mayo; el sol nos acompañó durante los cinco días que estuvimos allí –al parecer pretendía llegar para quedarse–, prometía el afianzamiento de la primavera y la próxima llegada de un veranito intenso, pero bueno, no hagamos pronósticos que ese tampoco es el fin de este post.
Vigo sorprendió. Es inquieta, con movimiento, con muchos edificios, zonas urbanizadas y actividad constante. Allí se puede respirar aún el aire de gran ciudad portuaria que fue a mediados del siglo XIX y principios del XX; el Casco Vello o Casco Viejo, es una interesante amalgama de edificios de hermosas fachadas, puertas y ventanas al estilo Art Noveau o modernista, que conservan su señorío y belleza externa, pero que en su interior guardan el abandono, no sabemos si producto de la crisis o de la dejadez. Díficil no sentir cierto pesar ante estos espléndidos edificios corroyéndose por el tiempo.
No obstante, la anterior fue una apreciación muy personal que no le resta belleza a la ciudad; esa belleza urbana que puede ser perturbadora para muchos pero encantadora para muchos otros como yo. Si vienes de una ciudad grande, y buscas tranquilidad con las prestaciones de una gran capital, en Vigo lo puedes encontrar.
Una de las cosas más maravillosas de Galicia son Las Rías, el Atlántico se adentró en las ciudades y le imprimió un toque de distinción, cada una con su encanto; en Vigo las calles se inclinan hacia el mar, de hecho encontramos playas en plena ciudad, si se quiere, que, a mi modo de ver, son un valor agregado que a muchos nos encantaría tener; el puerto cuenta con un maravilloso paseo que invita a pasar toda una tarde mirando el mar y por supuesto a las gaviotas, esas feas aves que se disputan la animadversión de la gente con las palomas, pero que a mi particularmente me parecen interesantes y divertidas.
De las playas visitamos Samil, un reducto de relax en medio de la dinámica urbana, que en esta oportunidad nos obsequió con un espléndido atardecer.
En uno de los puntos más elevados de Vigo, en pleno centro, se erige El Castro de Vigo, por allí estuvimos paseando entre árboles y densa vegetación. Subiendo el monte nos encontramos con un edificio que nos despertó sentimientos encontrados y volvimos a tener la sensación de cuando admiramos los edificios del centro; la construcción que en sus mejores tiempos albergaría a un restaurante, ahora exhibe vidrios rotos, graffitis y óxido, una estructura pensé podría aprovecharse mejor.
Pero obviando la parte negativa, el Castro tiene su encanto y su historia que es bastante más interesante, pues fue en ese monte donde tuvo origen la ciudad de Vigo; además, se trata de uno de los parques más extensos de la ciudad, poblado de una gran variedad de árboles y camelias de diferentes colores; un monte coronado por una fortaleza en cuya entrada se puede leer una dedicatoria a los muertos del franquismo y que ya traspasados sus muros ofrece a quien la visite una fantástica panorámica de la Ría, que, al ser admirada desde allí, llena de una agradable sensación de paz y bienestar.
La visita a Vigo nos deja con ganas de la segunda parte, Pontevedra, para terminar un viaje “sabrosito” al mejor estilo de Silmar.
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