Nuestra entrada en Sevilla fue triunfal, cantando la vieja canción de Miguel Bosé, aún sin saberla, mientras en la radio sonaba otra cosa. Siendo supersticioso diría que nuestra poca afinación hizo que la lluvia se hiciera más intensa e interminable, así que nos acompañó desde que los primeros carteles nos indicaban la llegada. Iniciamos de este modo la búsqueda de la dirección de nuestra casa provisional.
Sam se reía del nombre de la principal avenida que recorríamos “Kansas City”, extraño para ser la arteria vital de una de las ciudades más españolas de la península. En la oscuridad se podían apreciar como los antiguos edificios, iluminados en su mayoría y que aún no lograba identificar, nos daban la bienvenida, uno de ellos el de la Universidad de Sevilla, muy antiguo, me distrajo hasta el punto de olvidar por instantes la lluvia; de igual manera ocurrió con otros tantos, hasta que allí, pequeña pero imponente, a orillas del Río Guadalquivir, nos saludó la Torre del Oro, perfectamente iluminada. Luego de casi una hora de búsqueda para finalmente aparcar en un lugar prohibido, llegamos a nuestro destino.
Nuestro anfitrión, un arquitecto local, todavía (literalmente y herramienta en mano) armaba la cama. La decepción por la gran diferencia entre el alojamiento contratado por internet y el alojamiento real, eliminó mi apetito y el buen recuerdo del magnífico salmorejo que comimos en el pueblo de Manzanares (Para mi no estaba salado). Pero no iba a dejar que ello y su combinación con la lluvia arruinara nuestra llegada, así que a instalarnos y a dormir.
A la mañana siguiente, la lluvia amenazaba con acompañarnos todo el día, pero afortunadamente fue intermitente, así que al mejor estilo inglés, salimos a turistear con el largo paraguas negro que nunca abandona el Yaris. La primera tarea: buscar aparcamiento donde no hubiesen señales de prohibición. Sevilla es una ciudad pequeña pero muy congestionada. El centro, donde se ubica nuestro alojamiento actual, es un montón de callecitas empedradas con edificios típicos muy antiguos y con muy poco espacio, así que lo ideal es caminar y transporte público.
Decidimos bordear el viejo cauce del Río Guadalquivir desde la calle Torneo donde hay una antigua estación de trenes convertida en centro comercial, muy al estilo Príncipe Pío en Madrid. Ignoramos el primer puente, personalmente me pareció llamativo pero muy moderno y para un primer recorrido era mejor seguir río abajo.
El puente Isabel II o puente de Triana, ofrecía en cambio una vista hermosa de casas de colores alineadas en la ribera, en el sector Triana. Además, es una estructura de gruesas bases de piedra y Acero construido en el siglo XIX, con barandas muy bajas que a Sam le dieron vertigo, estas viejas barandas están abarrotadas de candados con nombres de enamorados que los ponen en la estructura y lanzan la llave al Río jurándose amor eterno, hasta que las cuadrillas de mantenimiento (O el óxido) acaben con el metal. Desde allí se podía ver más adelante La Torre del Oro, en vez de seguir bordeando el Río decidimos cruzarlo. Al final del puente ya en Triana, hay una capillita, (Del Carmen) y apenas se llega a la orilla en la plaza del Altozano los colores invaden todo. Más adelante uno comprende que Triana es un barrio especial en Sevilla.
Recorrimos varias de las calles empedradas de Triana, mirando con asombro lo que fue el corazón alfarero de Sevilla y referente europeo. Sam reconocía algunas de sus calles como origen de algunas de las piezas que estudia y yo simplemente estaba embobado con el color y con la manera particular de escribir sobre carteles hechos en cerámica. Las horas pasaban y descubrimos en la calle de San Jacinto un local en el que vendían pescados para comer como si fuesen snacks. Los preparan en el momento y los ponen en conos de papel de envolver y se pueden comer en el sitio bebiendo cerveza o vino o mientras uno camina. Luego de la difícil decisión entre bacalao y boquerones, optamos por los segundos. 250 gramos por 4 euros y un segundo cono de croquetas de pescado.
El final de la visita a Triana concluyó al llegar al siguiente puente, se llama de S.Telmo, junto a la Torre del Oro, cuando pudimos llegar a su puerta, descubrimos que allí funciona un museo naval, pero quedó para luego, pues la nueva meta de nuestro primer recorrido sería hasta La Giralda, en la catedral de Sevilla y centro de la ciudad, no muy lejos de allí.
La Catedral de Sevilla es imponente, es el edificio cristiano en estilo gótico más grande del mundo en superficie. La giralda es apenas una torre de todo el conjunto. Se pueden pasar horas contemplando los detalles de la puerta de la concepción, rodearla manteniendo la boca cerrada es todo un reto. En esta zona lo que más me gustó, fue la manera en que los sevillanos han aprendido a combinar lo antiguo y lo moderno, pues se puede caminar por los alrededores del edificio gótico mientras las calesas tiradas por caballos invitan a los turistas a pasear en ellas y el ciudadano común viaja en el más moderno de los tranvías, todo ello en un escenario con mas de 1000 años de historia.
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me gusta sevilla, y la catedral imponente, ojala podamos recorrerla juntos muy pronto. ¡¡¡Adelante!!!
¡Qué velocidad en las publicaciones! Casi no me da tiempo de leerme las entradas mientras aún son nuevas, sólo puedo hacerlo a ratitos mientras abandono la ya odiosa labor de escribano doctoral. Me alegro de que hayan llegado bien, y cuidadito con la sal que eso quita años de vida. En cuanto al paraguas del Yaris, yo recuerdo una vez que la cosa no fue tal cual se cuenta aquí, aunque también recuerdo que mi primera mañana en Barcelona Óscar me acercó amablemente la cartera, el disco duro y no sé si el móvil que me había dejado olvidado encima de la cama, así que no haré sangre. Sólo espero que se integren bien y que nos sigan informando. Un abrazo.